La sensación placentera asociada al sabor dulce es innata, mientras que el amargo y el picante se rechazan de forma natural por los bebés. Varios estudios así lo han demostrado al analizar las expresiones faciales de recién nacidos a quienes se les administraron líquidos con sabores dulces o amargos. Sus muestras de goce al beber el líquido con azúcar contrastan con expresiones que los investigadores asocian a emociones negativas y que coinciden con el momento de probar el sabor amargo.
Las reacciones ante un alimento están influenciadas por las experiencias previas y por las expectativas que se tienen sobre su consumo.
Sin embargo, cuando las personas son mayores, las expectativas y predicciones acerca de las reacciones a la comida están muy influenciadas por las experiencias previas. Las reacciones frente a un alimento tienen mucho que ver con qué ha pasado las anteriores veces que lo hemos consumido, pero también con lo que esperamos de ese consumo o cómo afecta este alimento a otras personas.
Algunos estudios han comprobado que al consumir bebidas que contenían agua con edulcorantes no calóricos, tipo sacarina o aspartamo (sin azúcar, solo con sabor dulce) y con diferentes grados de dulzor, se detectaban mayores subidas de glucosa sanguínea tras haber consumido la bebida con el sabor más dulce. Esto lleva a pensar que, si bien el sabor dulce puede gustar de forma innata, también puede verse afectado por lo que esperamos de él al consumirlo.
Un buen ejemplo plasmado en el cine es la típica escena de película en la que, tras un disgusto sentimental, la protagonista busca consuelo en un bote de helado. Hacer lo mismo en la vida real, ¿de verdad nos hace sentir mejor o estamos condicionados por esas escenas? ¿Estaremos más relajados después de haber consumido un alimento que quizá no debíamos comer o, por el contrario, tendremos con ello otro motivo de estrés emocional? Conviene hacerse estas preguntas antes de tomar la decisión.